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EL ARTE DE HABITAR UN MUSEO

🕹️ Modo museo activado.

Hay algo que cambia apenas cruzo la puerta de una sala de arte, es casi como entrar a un templo, pero sin sahumerios. No importa si es un museo enorme, una galería chiquita o una sala alternativa: el cuerpo entra en otro modo. Se desacelera, se vuelve más atento. Empiezo a mirar sin apuro, a caminar más despacio, como si cada paso marcara un compás secreto, solo mío.

💡 Las paredes también hablan.

Las paredes no son solo paredes. No es lo mismo una sala completamente blanca que una pintada de azul, de verde, de rojo oscuro. Esas decisiones no son neutras: crean climas. Nos predisponen. Lo mismo la luz: puntual, difusa, dramática, pareja. La luz no solo ilumina: puede transformar una obra por completo. Y el montaje tampoco es inocente. ¿La escultura queda a la altura de la vista o te obliga a agacharte? ¿Se contempla de frente, de costado, de cerca, de lejos?

Además está la decisión de cómo poner las obras en la pared: a veces pegadas casi tocándose, creando una masa, y otras con mucho aire alrededor, dejando que ese espacio actúe como un marco que también cuenta algo.

📝 Ese texto que leemos… o no. 

En los museos antes de entrar a cada sala, suele haber un vinilo en la pared con el título de la muestra, un texto curatorial o una introducción que busca darnos un marco. Mucha gente se detiene a leerlo, a veces con atención. Otros le pasan por al lado sin prestarle demasiada importancia. ¿Qué hacemos con esos textos? ¿Nos predisponen? ¿Nos condicionan? ¿Nos orientan?

También están las “cartelas”, esos papelitos al lado de cada obra. A veces los miramos antes, casi por inercia. A veces, recién después, si algo en la obra nos llamó la atención. ¿Quién lo hizo? ¿En qué año? ¿Con qué técnica? Hay quienes los leen como si rindieran un examen y otros los esquivan como si fueran las instrucciones del manual del lavarropas. Esos pequeños datos pueden resignificar por completo lo que estamos viendo. O simplemente confirmarnos algo que ya sabíamos, sentíamos o presuponíamos.

Marina Frankel. Mis Doñas y Mostrar la hilacha. Museo Provincial de Artes de La Pampa.
Marina Frankel. Mis Doñas y Mostrar la hilacha. Museo Provincial de Artes de La Pampa.

👁️ Frente a la obra. 

Algo se activa. A veces, mirar una obra provoca un sobresalto emocional: piel de gallina, una incomodidad que inquieta o un rechazo inmediato. A veces no entendemos nada, pero sentimos algo. Es difícil explicarlo: es una mezcla entre mirar y ser mirados. Porque frente a una obra no solo vemos, también nos vemos. Lo que nos pasa no es solo estético, es emocional, corporal, incluso físico. Algunas obras nos invitan a acercarnos, a agachar la cabeza o girar para descubrir nuevos ángulos; otras nos piden distancia, reverencia, un momento de pausa.

👀 Mirar lo que otros miran.

A veces alcanza con ver a alguien detenido frente a una obra para que nos llame la atención y nos de curiosidad: ¿Por qué estará mirando eso? ¿Qué le habrá pasado al verla? Entonces nos acercamos, casi como espiando. Es como cuando vas por la calle, ves a alguien mirando para arriba y no podés evitar chusmear qué es lo que está pasando.
Otras veces, lo que aparece es el rechazo: un “esto lo hace cualquiera” o un “no entiendo qué le ven”. Pero incluso eso es una respuesta. Te pasa algo.
Y a veces, simplemente, no te pasa nada, le caminás por al lado como quien pasa frente a una vidriera sin mirar, sin interés.

🚶‍♀️ Un relato que armás con los pies.

El recorrido también tiene su lógica, aunque no siempre se note. Algunas muestras están pensadas como un camino: un comienzo, un desarrollo, un cierre. Otras proponen una experiencia más libre, para que cada quien elija por dónde entrar y qué detenerse a mirar. Y en ese tránsito se construye algo colectivo, en una sala, sin hablar, compartimos un tiempo, un espacio, un ritmo.

🪑 Pausas y banquitos que son parte de la experiencia. 

También están esas pausas que regalan ciertas muestras: una proyección que te invita a sentarte un rato en una sala a oscuras, un banco que está justo frente a una obra y te permite quedarte mirando, o simplemente descansar. A veces ese banquito está ahí como parte de la experiencia. Otras, podría no estar y no cambiaría nada. Pero qué bueno es también quedarse quieto un momento. Y si hay banquito, mejor. Hasta empezás a valorar la curaduría del mobiliario.

☁️ Lo que flota en el aire.

Y el clima que se genera adentro del museo… eso también es parte de la experiencia. Hay una especie de suspensión. Como cuando te estás quedando dormido: ese momento entre la vigilia y el sueño donde todo se desacelera y aparece una mezcla de placer, relajación, y entrega. Cada vez que voy, me sorprende, porque me vuelve a pasar.

🪄Lo invisible que compartimos.

Un museo es también un espacio donde la presencia se vuelve compartida. Donde el silencio no incomoda, sino que une. Sin hablarnos, sin conocernos, caminamos por las mismas salas, nos detenemos frente a obras distintas, o a veces, las mismas. Y aunque cada experiencia sea personal, hay algo que sucede en lo colectivo. Compartimos un tiempo, un estado, una pausa. Y en ese estar juntos, casi sin notarlo, tejemos una experiencia común, hecha de miradas que no se cruzan pero se acompañan.


Header image: Flickr photo by John D., “Forest Stream,” CC BY-NC-ND 2.0

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DISEÑADORA GRÁFICA (UBA)

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